Con la llegada del Miércoles de Ceniza comienza lo que los católicos llaman Cuaresma, cuarenta días de ayuno y abstinencia. Fue el profeta Joel (S. IX a.C.) el que nos habla por primera vez del ayuno como una forma de acercarse al Creador: “Vuelvan a mí con todo corazón, con ayuno, con llantos y con lamentos. Rasguen su corazón y no sus vestidos, y vuelvan a Yahvé su Dios, porque él es bondadoso y compasivo….” (Joel 2:12-13,16). También sabemos que el propio Jesús acudió al ayuno durante cuarenta días como forma de acercarse a Yahvé. El ayuno, por lo tanto, forma parte de las más antiguas tradiciones cristianas. Del ayuno eran excluidos los enfermos, los ancianos, las mujeres en cinta, los lactantes y todos aquellos que obtenían la bula papal, como la promulgada por el Papa Urbano VIII. Que permitía comer carne los días de cuaresma.
San Mateo también nos habla del ayuno y lo hace para condenar esa mortificante práctica: “Y cuando ayunéis, no os pongáis tristes, como los hipócritas, que desfiguran sus rostros para que se vea que ayunan…. Tú, por el contrario, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro…” (San Mateo 6, 16, 17).
Es lo que pretendemos con esta entrada: perfumar y alegrar el cuerpo con guisos y platos que la historia nos ha ido dejando. Son platos que, llegada la Cuaresma, siguen apareciendo en nuestras casas y que en muchas ocasiones traen consigo una enorme carga de añoranzas y afectos. Son guisos, dulces o formas de tratar los productos que de alguna forma nos acercan a las madres, a las abuelas. Quién no ha regresado a la casa de la infancia, a su cocina frente a un potaje, frente a un bacalao de Cuaresma o a unas torrijas perfumadas de canela. Sí, son platos que perduran en la memoria golosa de todos y que a lo largo de nuestra geografía culinaria tiene sus referentes. Platos en los que el bacalao, los arenques, los huevos, las patatas, el arroz, el pan, la leche… son la base de buena parte de ellos.
