LOS SECRETOS DE ROSALBA
Mariana Ruiz
La acción social puede desgastarse —me dijo un día—, pero cuando la injusticia se transforma en medidas intolerables, el pueblo salta. Siempre ha sido el caso en nuestro país.
Llevábamos ya varios días sin poder ocuparnos de nuestros quehaceres en la ciudad. Unos meses atrás un tanque anacrónico había surgido en la avenida, cerca del Correo, y nuestra impotencia nos tenía pegadas al televisor, a cualquier noticia.
La Universidad había cerrado sus puertas por los bloqueos y represiones, algunos puentes estaban cortados. Los hombres planearon combatir la apatía mediante una fiesta un poco absurda.
El vino estará siempre disponible —dijeron—, aunque los víveres falten.
Rosalba decide combatir nuestra inacción preparando un postre desesperante por lo delicioso.
La fiesta es dentro de unos días —me dijo—, el tiempo justo para que los sabores se mezclen.
Batimos a mano diez claras con una taza apenas colmada de azúcar, las metimos en una fuente cubierta de caramelo, sobre el merengue esparcimos ciruelas pasas picadas y apagamos el horno, que estaba muy caliente, para que solamente se dorara. Sobre él, una vez frío, esparcimos una crema pastelera hecha con una lata de leche evaporada, dos tazas y media de agua, diez yemas, algo de maicena y muy poco azúcar. Encima colocamos nueces y almendras picadas, cubrimos todo con una lata de crema batida con azúcar. Caía la noche cuando colocamos la fuente, cubierta con papel estañado, en la heladera. Nos fuimos a dormir cansadas y felices.
Los días le añadirán su toque de lujuria y desesperación —me dijo—, los días madurarán también esta incertidumbre.
El día de la fiesta los hombres llegaron como cuentagotas, sombríos y tensos, bebían callados porque la consigna era no hablar de política.
Ya está dicho todo —me aseguraba Rosalba—, solo queda esperar.
El tema de la huelga de hambre que algunos compañeros apoyaban en la Universidad surgía entre canciones que deseaban olvidar un poco el temor, los rumores de golpe de Estado, los silencios de tantos muertos. Amanecía cuando muchos decidieron unirse a la marcha que clamaba por la cabeza del entonces presidente. Esa tarde un helicóptero recogió al Perdedor, como bien quisimos llamarle. Amenazado de muerte, vencido por las marchas y protestas, dejó al país para refugiarse en el Norte. El pueblo también había madurado su protesta.